PAULINO GARAGORRI Cierto amigo mëo, diputado novel, cuyo nombre no pongo aquë porque no viene al caso, estaba entusiasmadësimo con su distrito y singularmente con el lugar donde tenëa su mayor fuerza, lugar que nosotros designaremos con el nombre de Villalegre. Esta rica, aunque pequeîa poblaciðn de Andalucëa, estaba muy floreciente entonces, porque sus fçrtiles viîedos, que a÷n no habëa destruido la filoxera, producëan exquisitos vinos, que iban a venderse a Jerez para convenirse en jerezanos. No era Villalegre la cabeza del partido judicial, ni oficialmente la poblaciðn mßs importante del distrito electoral de nuestro amigo; pero cuantos allë tenëan voto estaban tan subordinados a un grande elector, que todos votaban unßnimes y, seg÷n suele decirse, volcaban el puchero en favor de la persona que el gran elector designaba. Ya se comprende que esta unanimidad daba a Villalegre, en todas las elecciones, la mßs extraordinaria preponderancia. Agradecido nuestro amigo al cacique de Villalegre, que se llamaba don Andrçs Rubio, le ponëa por las nubes y nos le citaba como prueba y ejemplo de que la fortuna no es ciega y de que concede su favor a quien es digno de.
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